quarta-feira, 7 de setembro de 2011

3EM - LECTURAS

Aquí están 2 cuentos.¡Disfruten!


                                                1. 

A imagen y semejanza  
(La muerte y otras sorpresas, 1968)
                                                                      Mario Benedetti



 Era la última hormiga de la caravana, y no pudo seguir la ruta de sus compañeras. Un terrón de azúcar había resbalado desde lo alto, quebrándose en varios terroncitos. Uno de éstos le interceptaba el paso. Por un instante la hormiga quedó inmóvil sobre el papel color crema. Luego, sus patitas delanteras tantearon el terrón. Retrocedió, después se detuvo. Tomando sus patas traseras como casi punto fijo de apoyo, dio una vuelta alrededor de sí misma en el sentido de las agujas de un reloj. Sólo entonces se acercó de nuevo. Las patas delanteras se estiraron, en un primer intento de alzar el azúcar, pero fracasaron. Sin embargo, el rápido movimiento hizo que el terrón quedara mejor situado para la operación de carga. Esta vez la hormiga acometió lateralmente su objetivo, alzó el terrón y lo sostuvo sobre su cabeza. Por un instante pareció vacilar, luego reinició el viaje, con un andar bastante más lento que el que traía. Sus compañeras ya estaban lejos, fuera del papel, cerca del zócalo. La hormiga se detuvo, exactamente en el punto en que la superficie por la que marchaba, cambiaba de color. Las seis patas hollaron una N mayúscula y oscura. Después de una momentánea detención, terminó por atravesarla. Ahora la superficie era otra vez clara. De pronto el terrón resbaló sobre el papel, partiéndose en dos. La hormiga hizo entonces un recorrido que incluyó una detenida inspección de ambas porciones, y eligió la mayor. Cargó con ella, y avanzó. En la ruta, hasta ese instante libre, apareció una colilla aplastada. La bordeó lentamente, y cuando reapareció al otro lado del pucho, la superficie se había vuelto nuevamente oscura porque en ese instante el tránsito de la hormiga tenía lugar sobre una A. Hubo una leve corriente de aire, como si alguien hubiera soplado. Hormiga y carga rodaron. Ahora el terrón se desarmó por completo. La hormiga cayó sobre sus patas y emprendió una enloquecida carrerita en círculo. Luego pareció tranquilizarse. Fue hacia uno de los granos de azúcar que antes había formado parte del medio terrón, pero no lo cargó. Cuando reinició su marcha no había perdido la ruta. Pasó rápidamente sobre una D oscura, y al reingresar en la zona clara, otro obstáculo la detuvo. Era un trocito de algo, un palito acaso tres veces más grande que ella misma. Retrocedió, avanzó, tanteó el palito, se quedó inmóvil durante unos segundos. Luego empezó la tarea de carga. Dos veces se resbaló el palito, pero al final quedó bien afirmado, como una suerte de mástil inclinado. Al pasar sobre el área de la segunda A oscura, el andar de la hormiga era casi triunfal. Sin embargo, no había avanzado dos centímetros por la superficie clara del papel, cuando algo o alguien movió aquella hoja y la hormiga rodó, más o menos replegada sobre sí misma. Sólo pudo reincorporarse cuando llegó a la madera del piso. A cinco centímetros estaba el palito. La hormiga avanzó hasta él, esta vez con parsimonia, como midiendo cada séxtuple paso. Así y todo, llegó hasta su objetivo, pero cuando estiraba las patas delanteras, de nuevo corrió el aire y el palito rodó hasta detenerse diez centímetros más allá, semicaído en una de las rendijas que separaban los tablones del piso. Uno de los extremos, sin embargo, emergía hacia arriba. Para la hormiga, semejante posición representó en cierto modo una facilidad, ya que pudo hacer un rodeo a fin de intentar la operación desde un ángulo más favorable. Al cabo de medio minuto, la faena estaba cumplida. La carga, otra vez alzada, estaba ahora en una posición más cercana a la estricta horizontalidad. La hormiga reinició la marcha, sin desviarse jamás de su ruta hacia el zócalo. Las otras hormigas, con sus respectivos víveres, habían desaparecido por algún invisible agujero. Sobre la madera, la hormiga avanzaba más lentamente que sobre el papel. Un nudo, bastante rugoso de la tabla, significó una demora de más de un minuto. El palito estuvo a punto de caer, pero un particular vaivén del cuerpo de la hormiga aseguró su estabilidad. Dos centímetros más y un golpe resonó. Un golpe aparentemente dado sobre el piso. Al igual que las otras, esa tabla vibró y la hormiga dio un saltito involuntario, en el curso del cual, perdió su carga. El palito quedó atravesado en el tablón contiguo. El trabajo siguiente fue cruzar la hendidura, que en ese punto era bastante profunda. La hormiga se acercó al borde, hizo un leve avance erizado de alertas, pero aún así se precipitó en aquel abismo de centímetro y medio. Le llevó varios segundos rehacerse, escalar el lado opuesto de la hendidura y reaparecer en la superficie del siguiente tablón. Ahí estaba el palito. La hormiga estuvo un rato junto a él, sin otro movimiento que un intermitente temblor en las patas delanteras. Después llevó a cabo su quinta operación de carga. El palito quedó horizontal, aunque algo oblicuo con respecto al cuerpo de la hormiga. Esta hizo un movimiento brusco y entonces la carga quedó mejor acomodada. A medio metro estaba el zócalo. La hormiga avanzó en la antigua dirección, que en ese espacio casualmente se correspondía con la veta. Ahora el paso era rápido, y el palito no parecía correr el menor riesgo de derrumbe. A dos centímetros de su meta, la hormiga se detuvo, de nuevo alertada. Entonces, de lo alto apareció un pulgar, un ancho dedo humano y concienzudamente aplastó carga y hormiga.

                                                           
2
Se acabó la rabia 

                                                                                                                                  Mario Benedetti

      Aunque la pierna del hombre apenas se movía, Fido, debajo de la mesa, apreciaba grandemente esa caricia en los alrededores del hocico. Esto era casi tan agradable como recoger pedacitos de carne asada directamente de las manos del amo. Hacía ya dos años que, en contra de su vocación y de su contextura (patas gruesas y firmes, cogote robusto, orejas afiladas), Fido se había convertido en un perro de apartamento, condición que parecía avenirse mejor con los cuzcos afeminados, histéricos y meones, que desprestigiaban el segundo piso.
      Fido no pertenecía a una raza definida, pero era un animal disciplinado, consciente, que por lo general aplazaba sus necesidades hasta el mediodía, hora en que lo sacaban a la vereda para que afectuara su revista de árboles. Sabía, además, cómo aguantarse en dos patas hasta recibir la orden de descanso, traer el diario en la boca todas las mañanas, emitir un ladrido barítono cuando sonaba el timbre y servir de felpudo a su dueño y señor cuando éste volvía del trabajo. Pasaba la mayor parte del día echado en un rincón del comedor o sobre las baldosas del cuarto de baño, durmiendo o simplemente contemplando el verde sedante de la bañera.
      Por lo general, no molestaba. Cierto que no sentía un afecto especial hacia la mujer, mas como era ella quien se preocupaba de prepararle el sustento y de renovarle el agua, Fido hipócritamente le lamía las manos alguna vez al día, a fin de no perturbar servicios tan vitales. Su preferido era, naturalmente, el hombre, y cuando éste, después de almorzar, acariciaba la nuca o la cintura o los senos de la mujer, el perro se agitaba, celoso y receloso, en el rincón más sombrío del comedor.
      Los grandes momentos del día eran, sin duda: las dos comidas, el paseo diurético por la vereda, y especialmente, este solaz después de la cena, cuando el hombre y la mujer charlaban, distraídos, y él sentía junto al hocico el roce afectuoso de los pantalones de franela.
      Pero esta noche Fido estaba extrañamente inquieto. El golpeteo de la cola no era, como en otras sobremesas, una señal de mimo y reconocimiento, una treta habitual de perro viejo. En esta noche el pasado inmediato pesaba sobre él. Una serie de imágenes, bastante recientes, se habían acumulado en sus ojitos llorosos y experimentados. En primer término: el Otro. Sí, una tarde en que estaba solo en el apartamento, durmiendo su siesta frente a la bañera, la mujer llegó acompañada del Otro. Fido había ladrado sin timidez, se había comportado como un profeta. El tipo lo había llamado repetidas veces en un falsete cariñoso, pero a él no le gustaban ni aquellos cortantes pantalones negros ni el antipático olor del hombre. Dos o tres veces pudo dominarse y se acercó husmeando, pero al final se había retirado a su rincón del comedor, donde el olor de la frutera era más fuerte que el del intruso.
       Esa vez la mujer sólo había hablado con el Otro, aunque se había reído como nunca. Pero otro día en que ella estaba sola con Fido y apareció el tipo, se habían tomado de las manos y terminaron abrazándose. Después, aquella cara redonda, con bigote negro y ojos saltones, apareció cáda vez con más frecuencia. Nunca pasaban al dormitorio, pero en el sofá hacían cosas que le traían a Fido violentas nostalgias de las perritas de cierta chacra en que transcurriera su cachorrez.
       Una tarde -quién sabe por qué- volvieron a notar su presencia. Desde el comienzo, Fido había comprendido que no debía acercarse, que los ladridos proféticos del primer día no podían repetirse. Por su propio bien, por la continuidad de los servicios vitales, por el ansiado paseo a la vereda. No lamía la mano de nadie, pero tampoco molestaba. Y, sin embargo, ellos habían advertido su presencia. En realidad, fue la mujer, y era natural, porque con el tipo no tenía nada en común. Acaso ella tuvo especial conciencia de que el perro existía, de que estaba presente, de que era un testigo, el único. Fido no tenía nada que reprocharle, mejor dicho, no sabía que tenía algo para reprocharle pero estaba allí, en el baño o en el comedor, mirando.
      Y bajo esa mirada húmeda, lagañosa, la mujer acabó por sentirse inquieta y no tardó en ser atrapada por un odio violento, insoportable.
      Naturalmente, poco de esto había llegado a Fido. Pero una cosa lo alcanzaba y era el rencor con que se le trataba, la desusada rabia con que se admitía su obligada vecindad.
      Y ahora que recibía la diaria cuota de afecto, ahora que sentía junto al hocico el roce y el olor preferidos, se sabía protegido y seguro. Pero, ¿y después? Su problema era un recuerdo, el más cercano. Hacía un día, dos, tres -un perro no rotula el pasado- el tipo había tenido que irse con apuro (¿por qué?) y había dejado olvidada la cigarrera, una cosa linda, dorada, muy dura, sobre la mesita del living.
      La mujer la había guardado, también con apuro (¿por qué?) bajo una cortina de la despensa. Y allí, no bien estuvo solo, fue a olfatearla Fido. Aquello tenía el olor desagradable del tipo, pero era dura, metálica, brillante, una cosa cómoda de lamer, de empujar, de hacer sonar contra las tablas del piso.
      La pierna del hombre no se movió más. Fido entendió que por hoy la fiesta había concluido. Perezosamente fue estirando las patas y se levantó. Lamió todavía un pedacito de tobillo que estaba al descubierto, entre el calcetín raído y el pantalón. Después se fue sin gruñir ni ladrar, con paso lento y reumático, a su rincón tranquilo.
      Pero sucedió entonces algo inesperado. La mujer entró al dormitorio y regresó en seguida. Ella y el hombre hablaron, al principio relativamente calmos, después a los gritos. De pronto la mujer se calló, descolgó el saco de la percha, se lo puso a los tirones y -sin que el hombre hiciera ningún ademán para impedirlo- salió a la calle, dando un portazo tan violento que el perro no tuvo más remedio que ladrar.
      El hombre quedó nervioso, concentrado. A Fido se le ocurrió que éste era el momento. Nada de venganza; en realidad, no sabía qué era. Pero el instinto le indicaba que éste era el momento.
      El hombre estaba tan ensimismado, que no advirtió en seguida que el perro le tiraba de los pantalones. Fido tuvo que recurrir a tres cortos ladridos. Su intención era clara y el hombre, después de vacilar, lo siguió con desgano. No fue muy lejos. Hasta la despensa. Cuando el perro apartó la cortina, el hombre sólo atinó a retroceder, después se agachó y recogió la cigarrera.
       En realidad, Fido no esperaba nada. Para él, su hallazgo no tenía demasiada importancia. De modo que cuando el hombre dio aquel bárbaro puñetazo contra la pared y se puso a gritar y a llorar como un cuzco del segundo piso, no pudo menos que, también él, retroceder asustado ante la conmoción que provocara. Se quedó silencioso, pegado al marco de la puerta, y desde allí observó cómo el hombre, con los dientes apretados, gritaba y gemía. Entonces decidió acercarse y lamerlo con ternura, como era su deber.
      El hombre levantó la cabeza y vio aquel rabo movedizo, aquel cargoso que venía a compadecerlo, aquel testigo. Todavía Fido jadeó satisfecho, mostrando la lengua húmeda y oscura. Después se acabó. Era viejo, era fiel, era confiado. Tres pobres razones que le impidieron asombrarse cuando el puntapié le reventó el hocico.
                                                    


2 EM - LECTURAS

Y ahora,   caballeros y señoritas
                                                          ¡POESÍA!


1
Tu risa   (Pablo Neruda, Chile)


Quítame el pan si quieres,
quítame el aire, pero
no me quites tu risa.

No me quites la rosa,
la lanza que desgranas,
el agua que de pronto
estalla en tu alegría,
la repentina ola
de planta que te nace.

Mi lucha es dura y vuelvo
con los ojos cansados
a veces de haber visto
la tierra que no cambia,
pero al entrar tu risa
sube al cielo buscándome
y abre para mí
todas las puertas de la vida.

Amor mío, en la hora
más oscura desgrana
tu risa, y si de pronto
ves que mi sangre mancha
las piedras de la calle,
ríe, porque tu risa
será para mis manos
como una espada fresca.

Junto al mar en otoño,
tu risa debe alzar
su cascada de espuma,
y en primavera, amor,
quiero tu risa como
la flor que yo esperaba,
la flor azul, la rosa
de mi patria sonora.

Ríete de la noche,
del día, de la luna,
ríete de las calles
torcidas de la isla,
ríete de este torpe
muchacho que te quiere,
pero cuando yo abro
los ojos y los cierro,
cuando mis pasos van,
cuando vuelven mis pasos,
niégame el pan, el aire,
la luz, la primavera,
pero tu risa nunca
porque me moriría



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2
                                                      Arte poética    (Jorge Luis Borges - Argentina)

Mirar el río hecho de tiempo y agua
y recordar que el tiempo es otro río,
saber que nos perdemos como el río
y que los rostros pasan como el agua.

Sentir que la vigilia es otro sueño
que sueña no soñar y que la muerte
que teme nuestra carne es esa muerte
de cada noche, que se llama sueño.

Ver en el día o en el año un símbolo
de los días del hombre y de sus años,
convertir el ultraje de los años
en una música, un rumor y un símbolo,

ver en la muerte el sueño, en el ocaso
un triste oro, tal es la poesía
que es inmortal y pobre. La poesía
vuelve como la aurora y el ocaso.

A veces en las tardes una cara
nos mira desde el fondo de un espejo;
el arte debe ser como ese espejo
que nos revela nuestra propia cara.

Cuentan que Ulises, harto de prodigios,
lloró de amor al divisar su Itaca
verde y humilde. El arte es esa Itaca
de verde eternidad, no de prodigios.

También es como el río interminable
que pasa y queda y es cristal de un mismo
Heráclito inconstante, que es el mismo
y es otro, como el río interminable.


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3.



REDONDILLAS   
                               (Sor Juana Inés de la Cruz _ México)   



Hombres nécios que acusáis
a la mujer, sin razón,
sin ver que sois la ocasión

de lo mismo que culpáis;


si con ansia sin igual
solicitáis su desdén,
por qué queréis que obren bien
si las incitáis al mal?

Combatís su resistencia
y luego, con gravedad,
decís que fue liviandad
lo que hizo la diligencia.


                  [...]
....................................................................................................................................................................

4
                                                        Nada te turbe      (SantaTeresa D'Ávila _ España)
                                                                [Letrilla que llevaba por registro en su breviario]


Nada te turbe;
nada te espante;
todo se pasa;
Dios no se muda,
la paciencia
todo lo alcanza.
Quien a Dios tiene,
nada le falta.
Solo Dios basta.

1 EM LECTURA para el 3º trimestre

Los piratas

Texto: Francisco Fernández     Ilustración: Myriam Holgado

La historia de la piratería es casi tan antigua como la historia de la humanidad.
Cuando algunos hombres se dieron cuenta de que podían viajar por el mar, se volvieron navegantes
Y cuando otros hombres se dieron cuenta de que podían asaltar a esos navegantes, se volvieron piratas.
Imagen de un pirata y su embarcación
Desde entonces, las playas y los mares de muchas partes del mundo comenzaron a poblarse de esos personajes que amaban el peligro, odiaban el trabajo y ambicionaban las riquezas que poseían los demás.
Imagen de Polícrates
Según nos cuenta la historia, el más famoso y antiguo de los piratas fue un griego, cuyo nombre era Polícrates. Vivía en la isla de Samos. Allí mandó levantar un hermoso palacio. Y también hizo construir una gran flota de cien naves de guerra, con la cual asaltaba a otros barcos que llevaban oro y piedras preciosas.
Otro famoso pirata de la Antigüedad fue un romano llamado Sexto Pompeyo. Vivía también en una isla, porque las islas siempre han sido los refugios más seguros para los piratas.
Imagen de Sexto Pompeyo cuando el ejército le quita sus riquezas
Pero sucedió que a Sexto Pompeyo se le ocurrió atacar cierta vez una ciudad muy amada por todos.
Entonces el emperador envió un fuerte ejército contra él, que lo derrotó y le quitó todas sus riquezas.
Pasaron muchos siglos, y parecía que en el Mar Mediterráneo no habría ya piratas tan grandes y tan temibles como lo fueron el griego Polícrates y el romano Sexto Pompeyo.
Entonces apareció un joven robusto, de nariz recta y ojos penetrantes como los de un águila. Venía de Berbería, región ubicada en el norte de África. Era, pues, un pirata berberisco.
Se llamaba Arudj. Pero como nadie podía pronunciar un nombre tan difícil, y como además tenía rojos los pelos de su barba, todos lo llamaban Barbarroja.
Este pirata era tan ambicioso y audaz, que se atrevió una vez a capturar dos naves llenas de preciosas mercancías enviadas por el Papa de Roma.
Los amigos del Papa de Roma se enojaron mucho, y juraron acabar con Barbarroja. Comenzaron entonces a perseguirlo por mar y tierra.

Y cuentan los relatos de aquella época que el pirata, para demorar el paso de sus perseguidores, sembró los caminos de oro y joyas. Mas los perseguidores no se dejaron engañar, y finalmente lo alcanzaron y lo mataron. Así terminó Arudj, que era llamado Barbarroja por ser su nombre tan difícil de pronunciar y por tener rojos los pelos de su barba.
Imagen de los vikingos
Después surgieron otros muchos y muy pintorescos piratas. Como los vikingos, que eran todos rubios y navegaban en barcos con forma de dragón. O como los piratas chinos, que siempre acechaban las naves enviadas por el emperador del Japón. Pero, en realidad, la época de los más grandes y famosos piratas comienza cuando el navegante Cristóbal Colón llega a América.
A partir de entonces, los conquistadores españoles empezaron a descubrir en nuestro continente riquezas nunca soñadas.
En Perú encontraron riquísimas minas repletas de toda clase de metales valiosos. En México, plata, oro y piedras preciosas. Y en las islas del Caribe, tierras fértiles en las que crecían especias y otras rarísimas plantas, como el tabaco, que los españoles no conocían.
Movidos por la curiosidad y la codicia, los conquistadores trataban de llevarse todas estas riquezas en sus barcos, dentro del mayor secreto.
Imagen de un mapa que muestra las rutas de los piratas en América

Pero los piratas siempre se enteraban y atacaban las pesadas naves cargadas con tan valiosos tesoros. De esta manera, mientras los conquistadores españoles se apoderaban de las riquezas de América los piratas se llevaban las riquezas de los conquistadores españoles.
Imagen de unos piratas sacando las riquezas de un barco
Pero, ¿de dónde salían tantos piratas?



Bueno, no es tan difícil de averiguar.
Al conquistar nuestros territorios, España se había convertido de la noche a la mañana en el país más grande, más poderoso y más rico del mundo entero.
Los reyes de Francia y de Inglaterra veían con envidia como España se llevaba nuestras riquezas, sin compartirlas con ellos. ¿Cómo apropiarse de esos tesoros?
¡Con barcos, claro!
Pero Francia e Inglaterra eran dos países pobres en esa época, y no tenían naves propias. Entonces resolvieron firmar pactos con aquellos capitanes de barcos que, deseosos de aventura y riqueza, quisieran cruzar el mar y atacar los navíos españoles.
A esa forma de viajar se la llamó ir a corso, o sea, "correr por el mar ". Los capitanes de tales barcos se llamaron corsarios.
Imagen de piratas entregando tesoros a un rey
Cuando los corsarios regresaban de sus correrías, entregaban el botín conquistado a su rey, y éste les cedía una parte. ¡Y todos contentos! El rey con sus riquezas, y el corsario con su parte del botín.
Pero muy pronto, a algunos corsarios les resultó muy incómodo zarpar de puertos europeos, cruzar todo el Océano Atlántico, atacar las naves españolas y regresar nuevamente a Europa. ¡Uf! ¡Era mucho trabajo! Además, les caía de la patada dar una buena parte de lo conquistado al rey quien, al fin y al cabo, no se arriesgaba en el mar como lo hacían ellos.
Decidieron entonces hacerse independientes, vender todo al que mejor pagara y refugiarse en Jamaica, donde vivían ya por aquel entonces algunos piratas.
Y en la famosa isla de La Tortuga, donde había muchos más.
Así, al cabo de cierto tiempo, en ambas islas acabaron viviendo muchos corsarios y muchos bucaneros, a quienes se les daba este nombre porque antes de convertirse en piratas se habían dedicado a cazar animales, cuya carne preparaban de una manera especial que se llamaba bucan; y muchos filibusteros, palabra de origen holandés que significa "el que va a la captura del botín".
Todos ellos, a pesar de tener nombres tan diferentes, estaban unidos por un oficio: la piratería.
Imagen que muestra las partes de un barco de piratas
En la isla de La Tortuga , todos esos piratas habían formado una república, a la que pusieron por nombre Cofradía de los Hermanos de la Costa.
Los piratas vivían en aquella isla como querían, sin importarles si uno era inglés, el otro francés, o el de más allá holandés.
Allí no había policías, ni jueces, ni cárceles.
Cuando se producía un pleito entre los filibusteros, se retaban a duelo y se batían con espada o con cuchillo. Al que ganaba la lucha se le daba la razón y se acabó.
Imagen de piratas conviviendo dentro de una isla
En la isla de La Tortuga tampoco existía la propiedad privada de la tierra. O sea que la isla era de todos pero, a la vez, de nadie en particular.
Claro que a los piratas no les interesaba mucho todo esto, porque la verdad es que eran demasiado comodinos para andar preocupándose por averiguar de quién eran las cosas. Ellos eran piratas y su vida estaba en el mar, no en la tierra. Y como les gustaba la aventura y eran muy codiciosos, se pasaban gran parte de su tiempo planeando cómo iban a apoderarse de los tesoros que transportaban los barcos que cruzaban el océano.

Una de las empresas más conocidas del temible Lorencillo fue, por cierto, la toma de Campeche y otros veinte pueblos de la zona. Allí se quedó durante dos meses como dueño y señor. Y capturó tantos prisioneros y robó tantas joyas y piezas de plata que, cuando acabó de cargarlos, su barco casi se va a pique.
Lorencillo fue perseguido día y noche por tres fragatas españolas llenas de cañones. Pero el filibustero esquivó los ataques, arrojó al mar toda la carga para que la nave fuese más ligera y, aprovechando un viento fuerte, se alejó velozmente.
Después de estos sucesos, los españoles empezaron a levantar una muralla de ocho metros de altura alrededor de Campeche. Tardaron muchos años en construirla pero, cuando estuvo terminada, ningún otro pirata pudo entrar.
La verdad es que por estos rumbos hubo tantos piratas y tantas historias de piratas, que podríamos pasarnos días enteros recordando sus aventuras.
Algunos eran muy impresionantes y muy teatrales. Como el pirata inglés Barbanegra, que tenía una barba larga y negra, la cual peinaba en trenzas, enrollándoselas alrededor de las mejillas y de las orejas. Usaba un gorro de pieles cuyo color era negro, por supuesto. Y cuando subía a bordo de una nave capturada, el feroz pirata se colocaba cuatro velas encendidas en el ala del sombrero.
Con este aspecto causaba un miedo tremendo a sus prisioneros, que acababan entregándole todo lo que poseían y contestando a sus preguntas sin ocultar nada.
También hubo un pirata muy bromista. Se llamaba Juan Lafitte y se creía el amo de todo el Golfo de México. En cierta ocasión en que el gobernador de Luisiana, cansado ya de soportar sus piraterías, ofreció una recompensa de 5 000 dólares por su cabeza, Juan Lafitte respondió ofreciendo 50 000 por la cabeza del gobernador.
Imagen del pirata Juan Lafitte
Un pirata totalmente diferente fue Bartolomé Robert, a quien todos llamaban "El Bello".
Era corpulento, moreno, guapo. Vestía ropas lujosas, llevaba al cuello una cadena de oro con una cruz de diamantes y lucía un sombrero ancho con una pluma roja.
Al desembarcar en un pueblo, Bartolomé el Bello hacía desfilar a sus compañeros por las calles principales. Luego entraba él y se hacía entregar las llaves de la ciudad, como si en verdad fuese un huésped de honor o un invitado especial. Finalmente, capturaba a los hombres más fornidos y los obligaba a convertirse en piratas.
Cuando Bartolomé el Bello murió, su cuerpo vestido de púrpura y encajes fue arrojado al mar. Así lo había ordenado él, que fue el más elegante de los piratas.
Y los piratas, cada vez más empobrecidos, sólo tenían barcos de vela, demasiado lentos para alcanzar a los buques modernos.
Además, cuando los hombres empezaron a usar la comunicación por radio, los pocos piratas que quedaban en el mundo no podían dar un solo paso sin que los capitanes de los barcos lo supieran.
Por otra parte, como tú sabes, luego se inventaron los aviones, con los cuales se puede vigilar el mar sin que se escape un solo pescadito. Y por último, empezó a utilizarse el radar, que es un aparato que capta la presencia de cualquier intruso.


Bueno, con todo esto, los piratas tuvieron que abandonar su viejo oficio y ponerse a trabajar como las demás personas.
Imagen de un pirata dejando su oficio y saliendo a buscar un empleo de verdad
Y el Mar Caribe con todas sus islas y el Golfo de México con todas sus costas volvieron a ser como habían sido antes:
Lugares tranquilos en donde las aventuras de los piratas se recuerdan sólo como algo que sucedió hace mucho, mucho tiempo.

Imagen de una playa donde la gente toma el sol